A pesar de sus detractores, el reguetón se ha convertido en un fenómeno cultural extendido por todo el orbe. Desde el punto de vista comercial, mantiene ciertos estándares que permiten su consumo y disfrute por un amplio segmento de público; pero paralelamente existe una zona underground que, por el grado de obscenidad de sus letras, no es divulgada a través del establishment mediático y se mueve en un circuito específico de producción y difusión.
Tal fenómeno se aprecia en aquellos países donde la escena reguetonera ha cobrado fuerza, gracias a la rentabilidad del género y un mayor acceso a la tecnología. En el caso de Cuba, la proliferación de estudios de grabación caseros y el crecimiento del sector privado, han sido fundamentales para facturar y divulgar todo tipo de reguetón, al margen de los circuito oficiales de distribución.
Esta plataforma alternativa cuenta con exponentes como Osmany García, Chacal, Yomil & El Dany, El Micha…, que han acuñado temas aptos para el mainstream, y otros para consumo de un público marginal, que se identifica con un lenguaje sexual explícito y agresivo, orientado a exacerbar conductas violentas, antisociales y sexistas. Teniendo en cuenta la creciente popularidad de esta variante del reguetón, las leyes cubanas deberían actuar como un filtro para evitar que la rampante grosería de ciertas canciones invadan el espacio público.
Casi todos los cubanos adultos recuerdan, hace algunos años, la polémica causada por El chupi chupi, de Osmany García; canción que, acompañada por un colorido vídeo clip, alcanzó el primer lugar de popularidad en el programa Lucas, sin que los abanderados de la censura repararan en su contenido.
Cuando se dieron cuenta, ya se había convertido en un hit nacional. Pero lo peor es que desde entonces la calidad de la letras del reguetón ha degenerado tanto, que el trabalenguas con que “La Voz” describió una felación, hoy parece juego de niños.
El actual verso de moda tiene que ver con “un palito presidiario y una totica delincuente”, atribuido al dúo reguetonero El Negrito & El Kokito. El estribillo de marras se escucha dondequiera. Lo cantan mujeres, niños y niñas, sin reparar en lo grosero y ofensivo del lenguaje, especialmente para las féminas.
En fecha reciente, diversos medios de prensa publicaron las declaraciones de la psicóloga Daniela Muñoz, a propósito del negativo impacto del reguetón en la etapa formativa de los individuos. A pesar de la gravedad de sus argumentos, no se observa en Cuba una estrategia orientada a contener o disminuir la difusión de la tendencia más agresiva del género. Lo que la especialista califica como “un tipo de abuso que provoca un desarrollo precoz e inadecuado”, se desplaza con total impunidad por las calles.
A modo de insurgencia ciudadana, las bocinas portátiles y otros dispositivos electrónicos inundan calles, colas, agromercados, negocios —estatales y privados— y el transporte público. Los niños no solo entienden el significado del “palito” y demás; sino que asumen estas expresiones como parte del hablar correcto, porque las escuchan a diario en su entorno familar, escolar y comunitario.
La educación y el cultivo de valores han cedido terreno a la perversión del universo infantil. La gravedad del asunto no estriba únicamente en el hecho de que las fiestas para niños sean amenizadas con la peor música para adultos, sino que no hay manera de proteger a los infantes del vocabulario soez y la continua legitimación de un modelo de éxito basado en la apariencia física y conductas inmorales.
El problema no es el reguetón per se, sino la peligrosa entronización de la marginalidad. Aunque cada quien tiene el derecho de escuchar en su casa la música que le plazca, décadas de colectivismo han llevado a asumir que la casa es el edificio, la acera, la cuadra, el parque.
Es inaceptable que en el espacio público se imponga un atropello semántico que menosprecia a la mujer, además de provocar irritación e impotencia. La doble intención y la picardía son parte esencial de la idiosincracia del cubano; pero las canciones que se movían con gracia en el límite de lo obvio, han sido reemplazadas por la vandalización de los sentidos y la obligación de soportar el salvajismo ajeno para no buscarse conflictos.
La brutalidad e hipersexualización del reguetón están modificando las relaciones sociales, insertando códigos sexistas y violentos en el imaginario de las generaciones más jóvenes. Al sexo carcelario de El Negrito & El Kokito se suma la cantinela lasciva “me la dio y se la dí”, amplificada en toda La Habana ante la displicencia de las autoridades, que acosan a pequeños vendedores, transeúntes y trabajadores privados; pero ignoran al sujeto que pasa por su lado pregonando indecencias con una bocina portátil.
Semejante permisibilidad no solo incentiva la bestialización en masa y la decadencia de la cultura urbana. El agotamiento intelectual ya es una realidad, constatable en el bajo nivel cultural de la población y el exceso de energía mental que supone hacer resistencia a una expresión musical tan desagradable como omnipresente.
(Publicado en Cubanet el 20 de febrero del 2018)