En un colegio electoral: "vean, no hay truco... Al menos en la urna". Foto tomada de un sitio oficialista.
Los resultados de las votaciones –dizque “elecciones”– del pasado 21 de octubre en Cuba fueron divulgados en los medios oficiales como una demostración del apoyo popular a la revolución, lo que equivale a decir una muestra de adhesión al gobierno. Nada nuevo en ese discurso. Cada dos años y medios se repite la coreografía en la que gobierno y “electores” hacen su papel en la comedia fingiendo realizar su parte: aquel, que hace elecciones; éstos, que eligen.
Si bien esta vez el proceso tuvo la característica de que los votantes mostraron más apatía de la habitual y que las propias autoridades fueron menos fastidiosas con la propaganda, renunciando incluso a la acostumbrada práctica de molestar a los electores enviando a los pioneros a tocar insistentemente a la puerta de los más morosos en acudir a las urnas, las cifras de asistencia volvieron a colocarse por encima del 90%, como corresponde a todo totalitarismo que se respete. No obstante, incluso si validamos los datos oficiales, la cifra de inconformes quedó claramente refrendada en 1 161 431 cubanos en edad de elegir, quienes no asistieron a los colegios, invalidaron su boleta o la dejaron en blanco, tres formas suficientemente claras de manifestar, cuando menos, la falta de confianza en el sistema por parte de un número significativo de la población.
De todas formas, el temor a las represalias y el efecto zombie siguen marcando su pauta en la población. Durante varios días después de las votaciones decidí hacer una indagación entre algunos votantes de barrios populares de tres de los municipios más poblados de la capital: Cerro, Diez de Octubre y Centro Habana. Conociendo la imposibilidad de organizar una encuesta formal y completa, consideré más efectivo asumir la postura de una ciudadana que pregunta inocentemente en busca de información que necesita para algún asunto personal, e improvisar según la situación. Mi objetivo era confirmar una realidad que todos conocemos: incluso los electores que votan de manera efectiva, es decir, cuyas boletas resultan válidas en el escrutinio porque marcan sobre uno solo de los candidatos a delegados de circunscripción, lo hacen de manera automática. Más aún, incluso la mayoría de los que se declaran partidarios del sistema ignoran hasta los datos más elementales de su “elegido”.
Así, me presenté al azar en 46 cuadras diferentes de los mencionados municipios, algunas veces tocando a la puerta sobre la que se mostraba un siempre desvencijado cartel anunciando que allí radicaba el CDR; otras, abordando a cualquier paisano que circulara por el barrio en cuestión o que simplemente tomara el fresco a la puerta de su casa.
En total, mis preguntas fueron muy elementales, y como antes dije, las apliqué según el caso:
1- ¿Conoce usted quién es el delegado de la circunscripción, cómo se llama, dónde vive, cómo puedo localizarlo o dónde y cuándo recibe a la población?
2- ¿Usted votó por el delegado que resultó electo?
3- ¿Cómo hace cuando necesita localizar al delegado?
En el caso de la primera pregunta, solo un ama de casa me pudo responder a medias, porque el delegado vivía en su propio edificio; aunque ella no sabía cuándo o dónde recibía. En el resto, las personas me decían que sí habían ido a votar –excepto un caso que me respondió con cierto recelo que él no se encontraba en la provincia ese día, y no se mostró muy comunicativo–, aunque nadie me supo decir conseguridad el nombre de su delegado ni mucho menos dónde vivía o cómo localizarlo.
Solo tres individuos me dijeron que el candidato por el que votaron había resultado electo, aunque ya no recordaban bien sus datos (apellidos, dirección particular, etc.). “Me parece que se llama Juan Luis o algo así”, “Creo que vive en el edificio verde, al doblar”, fueron algunas de las informaciones más precisas que encontré. Otras descripciones eran incluso más vagas: “Es uno calvo, militar él”, “Sí, cómo no, es uno mulato, medio ‘trabadito’, pero no me acuerdo cómo se llama ni dónde vive”. Como se puede apreciar, el pueblo tiene un alto sentido político y un estrecho vínculo con sus representantes, tal como proclaman los medios oficiales.
Con relación a muchos de mis numerosos familiares y amigos, cercanos o menos cercanos, el patrón se comportó de manera similar, aunque, por supuesto, nadie se mostró remiso a responderme. Solo una persona confiesa haber votado por un delegado (boleta válida), aunque no tiene idea de quién es el tipo o cómo se llama. El resto, anuló su boleta con una “D” o bien la tachó con una cruz. Un grupo menor no asistimos a las urnas.
Ciertamente, mi pequeña “encuesta” no vale a ningún efecto oficial, pero yo invito a cualquier cubano a que compruebe por sí mismo la veracidad de lo que digo. No tiene que ser muy incisivo en su cuestionario: cualquier pregunta acerca de qué llevó a un individuo a votar por uno u otro de los candidatos, o acerca de cuáles son sus expectativas con relación al delegado elegido, levantará inmediatamente la suspicacia del encuestado y solo recibirá evasivas. Han sido más de cinco décadas de miedo y todavía muchas veces la gente cree ver un can Cerbero del sistema detrás de cualquier otro cubano. Pero podrán comprobar sin duda alguna que el discurso oficial se sostiene sobre un andamiaje tan frágil que no resistiría ni el más sencillo sondeo de cualquier organismo calificado para tales efectos.
Claro está, un improvisado encuestador cubano también estaría corriendo el riesgo de abordar al interlocutor equivocado. Quizás se tropiece con el “combatiente” más celoso de la cuadra, ese que ve al “enemigo” detrás de la pregunta más inocua; y entonces puede ocurrir que pase esa noche en un calabozo y salga de él después de firmar un “acta de advertencia”, como escarmiento. Debo confesar que yo he tenido suerte, o a lo mejor es que van mermando los delatores y los talibanes. No sé. Esa sería otra encuesta que, tengo que admitirlo, todavía no me atrevo a hacer.
Publicado en el blog Sin EVAsion el 5 de noviembre de 2012.
Los resultados de las votaciones –dizque “elecciones”– del pasado 21 de octubre en Cuba fueron divulgados en los medios oficiales como una demostración del apoyo popular a la revolución, lo que equivale a decir una muestra de adhesión al gobierno. Nada nuevo en ese discurso. Cada dos años y medios se repite la coreografía en la que gobierno y “electores” hacen su papel en la comedia fingiendo realizar su parte: aquel, que hace elecciones; éstos, que eligen.
Si bien esta vez el proceso tuvo la característica de que los votantes mostraron más apatía de la habitual y que las propias autoridades fueron menos fastidiosas con la propaganda, renunciando incluso a la acostumbrada práctica de molestar a los electores enviando a los pioneros a tocar insistentemente a la puerta de los más morosos en acudir a las urnas, las cifras de asistencia volvieron a colocarse por encima del 90%, como corresponde a todo totalitarismo que se respete. No obstante, incluso si validamos los datos oficiales, la cifra de inconformes quedó claramente refrendada en 1 161 431 cubanos en edad de elegir, quienes no asistieron a los colegios, invalidaron su boleta o la dejaron en blanco, tres formas suficientemente claras de manifestar, cuando menos, la falta de confianza en el sistema por parte de un número significativo de la población.
De todas formas, el temor a las represalias y el efecto zombie siguen marcando su pauta en la población. Durante varios días después de las votaciones decidí hacer una indagación entre algunos votantes de barrios populares de tres de los municipios más poblados de la capital: Cerro, Diez de Octubre y Centro Habana. Conociendo la imposibilidad de organizar una encuesta formal y completa, consideré más efectivo asumir la postura de una ciudadana que pregunta inocentemente en busca de información que necesita para algún asunto personal, e improvisar según la situación. Mi objetivo era confirmar una realidad que todos conocemos: incluso los electores que votan de manera efectiva, es decir, cuyas boletas resultan válidas en el escrutinio porque marcan sobre uno solo de los candidatos a delegados de circunscripción, lo hacen de manera automática. Más aún, incluso la mayoría de los que se declaran partidarios del sistema ignoran hasta los datos más elementales de su “elegido”.
Así, me presenté al azar en 46 cuadras diferentes de los mencionados municipios, algunas veces tocando a la puerta sobre la que se mostraba un siempre desvencijado cartel anunciando que allí radicaba el CDR; otras, abordando a cualquier paisano que circulara por el barrio en cuestión o que simplemente tomara el fresco a la puerta de su casa.
En total, mis preguntas fueron muy elementales, y como antes dije, las apliqué según el caso:
1- ¿Conoce usted quién es el delegado de la circunscripción, cómo se llama, dónde vive, cómo puedo localizarlo o dónde y cuándo recibe a la población?
2- ¿Usted votó por el delegado que resultó electo?
3- ¿Cómo hace cuando necesita localizar al delegado?
En el caso de la primera pregunta, solo un ama de casa me pudo responder a medias, porque el delegado vivía en su propio edificio; aunque ella no sabía cuándo o dónde recibía. En el resto, las personas me decían que sí habían ido a votar –excepto un caso que me respondió con cierto recelo que él no se encontraba en la provincia ese día, y no se mostró muy comunicativo–, aunque nadie me supo decir conseguridad el nombre de su delegado ni mucho menos dónde vivía o cómo localizarlo.
Solo tres individuos me dijeron que el candidato por el que votaron había resultado electo, aunque ya no recordaban bien sus datos (apellidos, dirección particular, etc.). “Me parece que se llama Juan Luis o algo así”, “Creo que vive en el edificio verde, al doblar”, fueron algunas de las informaciones más precisas que encontré. Otras descripciones eran incluso más vagas: “Es uno calvo, militar él”, “Sí, cómo no, es uno mulato, medio ‘trabadito’, pero no me acuerdo cómo se llama ni dónde vive”. Como se puede apreciar, el pueblo tiene un alto sentido político y un estrecho vínculo con sus representantes, tal como proclaman los medios oficiales.
Con relación a muchos de mis numerosos familiares y amigos, cercanos o menos cercanos, el patrón se comportó de manera similar, aunque, por supuesto, nadie se mostró remiso a responderme. Solo una persona confiesa haber votado por un delegado (boleta válida), aunque no tiene idea de quién es el tipo o cómo se llama. El resto, anuló su boleta con una “D” o bien la tachó con una cruz. Un grupo menor no asistimos a las urnas.
Ciertamente, mi pequeña “encuesta” no vale a ningún efecto oficial, pero yo invito a cualquier cubano a que compruebe por sí mismo la veracidad de lo que digo. No tiene que ser muy incisivo en su cuestionario: cualquier pregunta acerca de qué llevó a un individuo a votar por uno u otro de los candidatos, o acerca de cuáles son sus expectativas con relación al delegado elegido, levantará inmediatamente la suspicacia del encuestado y solo recibirá evasivas. Han sido más de cinco décadas de miedo y todavía muchas veces la gente cree ver un can Cerbero del sistema detrás de cualquier otro cubano. Pero podrán comprobar sin duda alguna que el discurso oficial se sostiene sobre un andamiaje tan frágil que no resistiría ni el más sencillo sondeo de cualquier organismo calificado para tales efectos.
Claro está, un improvisado encuestador cubano también estaría corriendo el riesgo de abordar al interlocutor equivocado. Quizás se tropiece con el “combatiente” más celoso de la cuadra, ese que ve al “enemigo” detrás de la pregunta más inocua; y entonces puede ocurrir que pase esa noche en un calabozo y salga de él después de firmar un “acta de advertencia”, como escarmiento. Debo confesar que yo he tenido suerte, o a lo mejor es que van mermando los delatores y los talibanes. No sé. Esa sería otra encuesta que, tengo que admitirlo, todavía no me atrevo a hacer.
Publicado en el blog Sin EVAsion el 5 de noviembre de 2012.