La ventana indiscreta

"Psicosis", 1960

El autor descubre las relaciones entre el cine y una forma poética centenaria

El poeta mexicano Víctor Manuel Mendiola tuvo la gentileza de invitarme a colaborar en una antología de textos en prosa dedicados al soneto, forma poética cuyo certificado de defunción se ha extendido tantas veces como ella misma se ha encargado de invalidarlo. La certidumbre de que nada de valor podría añadir a lo que han dicho otros me aconsejó disculparme y declinar, lamentándolo, la invitación. Meses después, las persianas que cuelgan de la mayoría de las ventanas de mi casa me reprocharon esa decisión y, vengativas, comenzaron a sugerirme cosas.

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El soneto llega al cine a través de las persianas: lo que aquél consigue sobre una hoja de papel, lo consiguen éstas proyectadas sobre una pantalla e interactuando con los personajes, a quienes ribetean el rostro o sólo permiten que se les vea entre tablilla y tablilla. La persiana ofrece al cinéfilo lo que el mejor soneto al lector: la certeza de que una realidad que debería mostrársele íntegra se le muestra a medias.

"Lo que el viento se llevó", 1939

La escena de “Lo que el viento se llevó” donde Melanie Hamilton da a luz es un monumento a la sombra de una persiana que, iluminada por el incendio que devora a Atlanta, se proyecta sobre los rostros de la parturienta y de Scarlett O´Hara, rayando el aire y robándose, muda, la escena.

El ama de llaves de “Rebeca” se asoma al jardín y espía los paseos del viudo recién casado y de su nueva esposa a través de las persianas de la habitación de la muerta, donde todo permanece intacto. Se sospecha que el espíritu de la difunta ronda, y es de suponer que su encono hacia la usurpadora exceda el de la propia sirvienta.

"Lluvia", 1932

El bungalow que ocupa Sadie Thompson en “Lluvia” es todo persiana. Los barrotes verticales del agua cuadriculan el entorno listado hasta convertirlo en un crucigrama donde flotan, como dos babosas apareadas, los labios entreabiertos de Joan Crawford.

La luna mira a la protagonista de “La carta” a través de la persiana por donde ésta, asesina de su amante, la mira a ella. Los ojos de anuro de Bette Davis ya la han desafiado pero la muy remota, que no pestañea, tampoco incrimina, es cauta: son dos lunas, a punto de abandonar sus órbitas, contra ella sola.

La primera imagen de “Psicosis” es la de un entramado de barras horizontales, blancas y negras, en movimiento. Las barras dentro de las cuales irrumpen los créditos aparecen,

"La ventana indiscreta"

desaparecen, adoptan una posición vertical y la abandonan para volver a correr, nerviosas, de un lado al otro de la pantalla. Las sustituirá una visión panorámica de la ciudad de Phoenix donde el ojo de la cámara acaba escogiendo un edificio, y en ese edificio, una ventana con persiana cuyo borde inferior, ligeramente separado del alféizar, permite a Alfred Hitchcock disfrutar de las inquietudes de una pareja a medio vestir, abrumada por el carácter clandestino de su relación. La mirada morosa del director no obviará la existencia de otras persianas entornadas que, más púdicas que nosotros, prefieren hacerse la vista gorda.

La exposición reiterada a estas películas facilita la escritura del soneto. A falta de medios para acceder a ellas puede recurrirse a las sombras chinas, precursoras del cinematógrafo. Las manos de los personajes pintados por El Greco son despojos de sonetos, y las persianas, como esas manos, formas de afrontar el tiempo:

Qué parcas son las horas, cual estrellas
que temen desvelar el gallinero
y brillan sólo cuando el mar entero
se pone a meditar debajo de ellas,

roban la voluntad sin dejar huellas,
dejan morir sin patria al extranjero,
son insensibles al afán postrero
de llevarse a la tumba las más bellas.

Quien se pone a contarlas les pregunta
si le permitirán morir en punta,
pero las horas sólo dicen: “Ganas

no sabiéndolo. Vive. Ten presente
que la felicidad es inocente.
Madruga: sé quien abre las persianas”.