El castrismo, en su infinita indulgencia aperturista, ha decidido eliminar de la lista de los artistas prohibidos a unos cincuenta músicos (no necesariamente críticos con el régimen) que estaban vetados desde hacía años en las emisoras de radio cubanas. Entre estos músicos estaba Celia Cruz (privaron durante años de su ¡Azúcaa! a los más jóvenes), Gloria Estefan y Bebo Valdés (el padre de Chucho Valdés, incondicional del sistema cubano), entre muchos otros.
Los incautos de siempre han aplaudido esta medida, falsamente democrática, por considerarla un buen indicio dentro del oasis de la apertura ‘raulista’. Pero detrás de esta disposición hay varias lecturas y mucho que recordar. La primera es que en esta era digital ya resultaba una prohibición obsoleta, pues con las posibilidades ilimitadas que ofrece la Red, los cubanos podían bajar a esos artistas censurados. Quién lo diría, el iphone y el youtube como aliados imparables del “diversionismo ideológico”.
Rubén Blades, en “Prohibido olvidar”, uno de sus temas más emblemáticos, cantaba: “Prohibido esperar respuestas. Prohibida la voluntad. Prohibidas las discusiones. Prohibida la realidad. Prohibida la libre prensa y prohibido el opinar. Prohibieron la inteligencia con un decreto especial. Si no usas la cabeza, otro por ti la va a usar. ¡Prohibido olvidar!”.
Por eso ahora, tomándole la palabra a Blades, quienes tuvimos que padecer durante años esta prohibición (como radiodifusores y/o como simples oyentes) también debemos decir con firmeza: ¡Prohibido olvidar!
Olvidar, por ejemplo, esa censura no explícita (pero categórica) para algunos de esos artistas hoy “reivindicados”. Aquellos a quienes les negaron el derecho (y los derechos, que el gobierno cubano no sabe de copyright) a ser escuchados en su patria, por su público natural. Y no me refiero solamente a Celia, Gloria Estefan o Willy Chirino, con posiciones políticas muy claras, sino a muchos otros como: Julio Iglesias, Roberto Carlos, o Ricardo Montaner, artistas apolíticos (si se me permite el término), pero que en algún momento hicieron algo que disgustó al régimen de La Habana.
Los casos más absurdos son los de Roberto Carlos (muchas menciones a Dios y pocas a la lucha en Latinoamérica, compañero) y el de Ricardo Montaner, que se atrevió a cantar: “Vamos negro, pa la conga, mira que quiero arrollar” en una fiesta cubana en Miami. Pecado imperdonable, Ricardo. ¿Pero fue tu acto de osadía al meterte con un tema de Matamoros, o tal vez tu apellido, Montaner, el mismo de ese “agente de la CIA” enemigo de Cuba?.
Vaya uno a saber. Lo cierto es que durante muchos años, los que estuvimos vinculados en algún momento con la radiodifusión en Cuba, nos encontramos con ese odioso letrero a la entrada de ciertas cintas en las fonotecas: “No poner”.
Dentro de ese “No poner” estaba la emblemática Celia Cruz, de la que había un montón de cintas empolvándose en Radio Progreso, con las primeras joyas musicales grabadas por ella en La Habana. Y de la que privaban a la juventud cubana que sólo podía escucharla en discos traídos del extranjero.
Estaban, también, nombres de antología como los de Rolando Laserie, René Cabel, Olga Guillot, Guillermo Portabales y ‘Cachao’ (del que después de años de ninguneo la EGREM se apropió de algunas de sus descargas). Y de músicos más jóvenes: Gloria Estefan y Miami Sound Machine, Jon Secada (sobrino de la inolvidable Moraima), María Conchita Alonso, Juan Pablo Torres, Arturo Sandoval y Paquito D’Rivera, estos últimos jazzistas experimentados, pero exiliados recientes, que habían hecho declaraciones “poco oportunas”.
¿Y qué coño tiene que ver la música con la política?, nos preguntábamos con cierta ingenuidad. Y ahí venía como respuesta la argumentación sesuda de algún teórico marxista. Estalinista o estructuralista, eso era lo de menos. Batjin, la Kristeva, hasta Leonardo Acosta les servía.
El caso de Acosta era el más patético. Después de haber tocado en algunas bandas populares a.F (antes de Fidel), y de congeniar armónicamente con la sonoridad del jazz, se había convertido en musicólogo marxista. La Biblia que había escrito se llamaba “Música y Descolonización”. El título lo decía todo.
Pero ustedes creerán que dentro de aquellas “listas negras” sólo había cubanos exiliados con posiciones combativas. ¡Qué va!, en esos Index Prohibitorum cayeron muchos músicos residentes en Cuba. Silvio Rodríguez, por ejemplo, que a pesar de ser ya diputado no le radiaban sus primeros temas, aquellos en que solía ser rebelde e intentaba decir cosas incómodas. Su antiguo enemigo (después amigo) Amaury Pérez, también engrosaba la lista de las prohibiciones. Su tema “Amor difícil” fue leído como una referencia velada al amor homosexual que no se atreve a decir su nombre. Y hasta ahí le llegó la lírica a Amaury. Sin olvidar “Ese hombre está loco” (que cantaba Tanya con una furia que no dejaba lugar a las dudas), todo un himno para nuestra generación.
Pero esos eran casos entendibles, si aplicamos la lógica sectaria y esquizofrénica de los dirigentes del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Pero qué me dicen del tema aquél de Pedrito Calvo (sí, el de los Van Van) cuando le dio por componer el inofensivo “Se acabó el querer”. “Nadie quiere a nadie, ¡se acabó el querer!”, entonaba Pedrito mientras los dirigentes ponían el grito en el cielo. Eso de “nadie quiere a nadie” es inadmisible en un sistema socialista. Así que No poner para ese también.
Cuando Kafka se mordió realmente la cola fue en el caso de Osvaldo Rodríguez. Después de haber compuesto la “Marcha del pueblo combatiente” (que sonaba en todos los actos oficiales) se atrevió a exiliarse en EE.UU. A ese el No poner métanle letras grandes, por favor.
Pero tantas prohibiciones abrieron el camino hacia una comicidad impensable. En una fiesta de cumpleaños con varios “cuadros” de la Revolución presentes, sonó de pronto, como una ráfaga de aire fresco, una guaracha de Celia. Y recuerdo el episodio ocurrido en un barrio de El Vedado, en los miserables años noventa. Estaban en plena fiesta de los CDR, repartiendo la cerveza de pipa y la carne de caballo robada, cuando entre los potentes parlantes se filtró un estribillo pegajoso, inconfundible, subversivo: “Ya todo el mundo lo está esperando: ¡ya viene llegando!”, en la voz de Willy Chirino.
No se supo qué pasó con el disc-jockey. Lo que sí que aquello terminó como la fiesta del Guatao. Al final no había sido más que un acto de justicia histórica (¿o fue musical?). La proclama rabiosa de un exiliado cubano sonando a todo volumen en una fiesta del Comité, y en pleno Período Especial.
Que me perdonen los líderes históricos del exilio cubano. Pero lo que hizo ese estribillo de Willy Chirino por nuestra generación no lo hizo nadie más. Ni los libros de George Orwell sobre el totalitarismo, ni los cuentos satíricos de Nos-y-Otros, ni Hubert Matos, ni Alpha 66. Cantar con Willy Chirino “Ya viene llegando” fue el consuelo patriótico de lo que nuestra cobardía nos impedía hacer. Esta de ahora es otra Revolución, una que tuvo como Comandante en Jefe a Chirino, y que cuenta hoy con leales milicianos: toda una generación que hace rato está oyendo a estos artistas prohibidos desde sus iphone subversivos.
Los incautos de siempre han aplaudido esta medida, falsamente democrática, por considerarla un buen indicio dentro del oasis de la apertura ‘raulista’. Pero detrás de esta disposición hay varias lecturas y mucho que recordar. La primera es que en esta era digital ya resultaba una prohibición obsoleta, pues con las posibilidades ilimitadas que ofrece la Red, los cubanos podían bajar a esos artistas censurados. Quién lo diría, el iphone y el youtube como aliados imparables del “diversionismo ideológico”.
Rubén Blades, en “Prohibido olvidar”, uno de sus temas más emblemáticos, cantaba: “Prohibido esperar respuestas. Prohibida la voluntad. Prohibidas las discusiones. Prohibida la realidad. Prohibida la libre prensa y prohibido el opinar. Prohibieron la inteligencia con un decreto especial. Si no usas la cabeza, otro por ti la va a usar. ¡Prohibido olvidar!”.
Por eso ahora, tomándole la palabra a Blades, quienes tuvimos que padecer durante años esta prohibición (como radiodifusores y/o como simples oyentes) también debemos decir con firmeza: ¡Prohibido olvidar!
Olvidar, por ejemplo, esa censura no explícita (pero categórica) para algunos de esos artistas hoy “reivindicados”. Aquellos a quienes les negaron el derecho (y los derechos, que el gobierno cubano no sabe de copyright) a ser escuchados en su patria, por su público natural. Y no me refiero solamente a Celia, Gloria Estefan o Willy Chirino, con posiciones políticas muy claras, sino a muchos otros como: Julio Iglesias, Roberto Carlos, o Ricardo Montaner, artistas apolíticos (si se me permite el término), pero que en algún momento hicieron algo que disgustó al régimen de La Habana.
Los casos más absurdos son los de Roberto Carlos (muchas menciones a Dios y pocas a la lucha en Latinoamérica, compañero) y el de Ricardo Montaner, que se atrevió a cantar: “Vamos negro, pa la conga, mira que quiero arrollar” en una fiesta cubana en Miami. Pecado imperdonable, Ricardo. ¿Pero fue tu acto de osadía al meterte con un tema de Matamoros, o tal vez tu apellido, Montaner, el mismo de ese “agente de la CIA” enemigo de Cuba?.
Vaya uno a saber. Lo cierto es que durante muchos años, los que estuvimos vinculados en algún momento con la radiodifusión en Cuba, nos encontramos con ese odioso letrero a la entrada de ciertas cintas en las fonotecas: “No poner”.
Dentro de ese “No poner” estaba la emblemática Celia Cruz, de la que había un montón de cintas empolvándose en Radio Progreso, con las primeras joyas musicales grabadas por ella en La Habana. Y de la que privaban a la juventud cubana que sólo podía escucharla en discos traídos del extranjero.
Estaban, también, nombres de antología como los de Rolando Laserie, René Cabel, Olga Guillot, Guillermo Portabales y ‘Cachao’ (del que después de años de ninguneo la EGREM se apropió de algunas de sus descargas). Y de músicos más jóvenes: Gloria Estefan y Miami Sound Machine, Jon Secada (sobrino de la inolvidable Moraima), María Conchita Alonso, Juan Pablo Torres, Arturo Sandoval y Paquito D’Rivera, estos últimos jazzistas experimentados, pero exiliados recientes, que habían hecho declaraciones “poco oportunas”.
¿Y qué coño tiene que ver la música con la política?, nos preguntábamos con cierta ingenuidad. Y ahí venía como respuesta la argumentación sesuda de algún teórico marxista. Estalinista o estructuralista, eso era lo de menos. Batjin, la Kristeva, hasta Leonardo Acosta les servía.
El caso de Acosta era el más patético. Después de haber tocado en algunas bandas populares a.F (antes de Fidel), y de congeniar armónicamente con la sonoridad del jazz, se había convertido en musicólogo marxista. La Biblia que había escrito se llamaba “Música y Descolonización”. El título lo decía todo.
Pero ustedes creerán que dentro de aquellas “listas negras” sólo había cubanos exiliados con posiciones combativas. ¡Qué va!, en esos Index Prohibitorum cayeron muchos músicos residentes en Cuba. Silvio Rodríguez, por ejemplo, que a pesar de ser ya diputado no le radiaban sus primeros temas, aquellos en que solía ser rebelde e intentaba decir cosas incómodas. Su antiguo enemigo (después amigo) Amaury Pérez, también engrosaba la lista de las prohibiciones. Su tema “Amor difícil” fue leído como una referencia velada al amor homosexual que no se atreve a decir su nombre. Y hasta ahí le llegó la lírica a Amaury. Sin olvidar “Ese hombre está loco” (que cantaba Tanya con una furia que no dejaba lugar a las dudas), todo un himno para nuestra generación.
Pero esos eran casos entendibles, si aplicamos la lógica sectaria y esquizofrénica de los dirigentes del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Pero qué me dicen del tema aquél de Pedrito Calvo (sí, el de los Van Van) cuando le dio por componer el inofensivo “Se acabó el querer”. “Nadie quiere a nadie, ¡se acabó el querer!”, entonaba Pedrito mientras los dirigentes ponían el grito en el cielo. Eso de “nadie quiere a nadie” es inadmisible en un sistema socialista. Así que No poner para ese también.
Cuando Kafka se mordió realmente la cola fue en el caso de Osvaldo Rodríguez. Después de haber compuesto la “Marcha del pueblo combatiente” (que sonaba en todos los actos oficiales) se atrevió a exiliarse en EE.UU. A ese el No poner métanle letras grandes, por favor.
Pero tantas prohibiciones abrieron el camino hacia una comicidad impensable. En una fiesta de cumpleaños con varios “cuadros” de la Revolución presentes, sonó de pronto, como una ráfaga de aire fresco, una guaracha de Celia. Y recuerdo el episodio ocurrido en un barrio de El Vedado, en los miserables años noventa. Estaban en plena fiesta de los CDR, repartiendo la cerveza de pipa y la carne de caballo robada, cuando entre los potentes parlantes se filtró un estribillo pegajoso, inconfundible, subversivo: “Ya todo el mundo lo está esperando: ¡ya viene llegando!”, en la voz de Willy Chirino.
No se supo qué pasó con el disc-jockey. Lo que sí que aquello terminó como la fiesta del Guatao. Al final no había sido más que un acto de justicia histórica (¿o fue musical?). La proclama rabiosa de un exiliado cubano sonando a todo volumen en una fiesta del Comité, y en pleno Período Especial.
Que me perdonen los líderes históricos del exilio cubano. Pero lo que hizo ese estribillo de Willy Chirino por nuestra generación no lo hizo nadie más. Ni los libros de George Orwell sobre el totalitarismo, ni los cuentos satíricos de Nos-y-Otros, ni Hubert Matos, ni Alpha 66. Cantar con Willy Chirino “Ya viene llegando” fue el consuelo patriótico de lo que nuestra cobardía nos impedía hacer. Esta de ahora es otra Revolución, una que tuvo como Comandante en Jefe a Chirino, y que cuenta hoy con leales milicianos: toda una generación que hace rato está oyendo a estos artistas prohibidos desde sus iphone subversivos.