La primera vez que tropecé en las redes sociales con Legna Rodríguez Iglesias, fue como recibir una pedrada en un ojo; parece exagerado, pero no. Toda yo supo que estaba ante algo inédito, un fenómeno tan temido y a la vez deseado como los huracanes. No somos amigas, nunca hemos tropezado en persona. El contacto inicial fue mi tímida invitación a participar en este "Catauro Cubensis", como algunos llaman a Dile que pienso en Ella. Y aquí está, una muchacha suelta y verdadera como el Trópico. Les aseguro que, sus largas alas, poco tienen que ver con las de Ícaro.
¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Quería darte las gracias, Maria Elena, antes de responder las preguntas. Darte las gracias, sobre todo, por el mensaje donde me dices que sí, que sabes.
Me fui de Cuba por razones personales, en enero del 2015. Cuando el oficial de aduanas, en la frontera del aeropuerto, me preguntó por qué quería pedir asilo, me di cuenta de que tenía varias razones más. Un cóctel miserable de problemas económicos mezclado con una incomodidad histórica, un peso en la nuca, una gota que colma la copa. Luego, en poquísimo tiempo, perdí tantos [no] significados y tantas [no] verdades, que ya no podía, ni quería volver. Cuando regresé, casi dos años después, sentía una gran dificultad para comunicarme.
Rogelio Orizondo me acompañó la última semana en La Habana, en ese primer viaje de regreso, a él no le importaba mi silencio. Yo le decía: es que no puedo; y él me decía: no puedas.
Extraño mucho un lugar que no existe. Un lugar acabado.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
No esperaba demasiado. Mi única responsabilidad en ese momento era conmigo misma. Sabía cómo funcionaba más o menos todo. Había salido de Cuba varias veces y sabía que existía otra cosa. Había venido al Festival de Poesía O, en Miami el año anterior. Sabía que estaría en casa de una amiga hasta que llegaran los papeles del Seguro Social y del Permiso de Trabajo. Lo único que debía hacer era no perder el deseo, no perder la ilusión. Pero el deseo y la ilusión también los perdí. Saberlo no es lo mismo que experimentarlo. Como un suero de cáncer, que mata lo malo y lo bueno. El crimen mental y físico, maquiavélico, es tener a la gente metida en una estructura de burbuja donde el espacio y el tiempo, ambos, se manifiestan como maqueta.
La escritura y yo nos quedamos solitas en el medio de una gran oscuridad. Lo cual, a veces, es suficiente.
¿Qué encontraste?
Libre albedrío. Ábrete sésamo. Cosas horribles también. Gente espantosa, violencia física, trabajo pesado, literatura gratis e imposible de comprar, secretos, bicicletas y ladrones, un abismo, el fondo del abismo y lo contrario.
Encontré personas. A mí me interesan más las personas que los lugares. Encontré familia que había dejado de conocer. Encontré música, literatura, flores inmensas y drogas que no cambio por un vasito de ron. ¡Encontré internet! Encontré un idioma nuevo, ajeno, extranjero de mí tanto como yo de él.
Encontré un aborto espontáneo errático y luego un embarazo pleno, lleno de náuseas y movimientos y velocidades asimétricas, lleno de risas y carcajadas a las tres de la mañana. Una cosa adentro que te hace reír. No sé cómo explicarlo. Encontré más de lo que puedo explicar sentada en la cocina a las 22:13. Encontré un método y una forma de comunicarme con un ser humano del tamaño de mi antebrazo que acaba de abrir los ojos al mundo. La lengua romance del principio del mundo.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Aprendí que tenía razón en no dar mi brazo a torcer cuando de escritura se trata, ni cuando de ideas propias se trata.
Aprendí a extrañar callada hasta que la emoción desaparece.
Aprendí que lo consistente seguía en pie, detrás de mí, esperando que me diera cuenta.
Aprendí, además, que los dispositivos Apple son muy agresivos, muy chismosos, muy funcionales y muy hermosos, que los prefiero a ellos. (Sé que cuando termine de responder las preguntas, aparecerá en la pantalla del teléfono un anuncio para que compre cualquier producto parecido a los antes mencionados.)
Aprendí a respirar hondo y a enviar dinero por Western Union. La relación entre uno y la persona que recibirá el dinero no puede ser de amistad. Debe unirnos un lazo de sangre.
¿Qué es para ti la libertad?
Es una convención y no me gustan las convenciones, nací en un país donde reverberan. La noción de libertad, en cambio, va más allá de la mente, más allá del pensamiento, vive en el campo de la inteligencia emocional tanto como en el campo de la falta de emoción. Tiene que ver con una realización. Tener ideas propias. Tener aunque sea una idea propia.
¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Desde que tengo uso de razón, la patria y la libertad están ligadas en el mismo discurso adoctrinante, falso. La patria es una cosa y la palabra patria es otra. Yo creo en las palabras porque son mi pensamiento, el pensamiento común. En algunas palabras no creo. Creo en un legado y en una tradición de tipo visceral.
Por ejemplo:
A veces mi abuela mataba un pollo (antes de que los pollos desaparecieran) y hacía sopa de pollo con el menudo del pollo, que son las alas, las patas, el pescuezo, la molleja, el corazón. Ella separaba un poco de caldo, bien líquido, sin nada, y me decía: ven para que te tomes un consomé. A eso le echaba la molleja, que era su parte preferida, pero se sacrificaba y me la daba a mí. La molleja parecía una isla en un mar. Mi abuela era hija de españoles radicados en una región arrocera de Camagüey llamada Vertientes.
Una vez, viviendo en La Habana, vinieron de visita unas turistas españolas a la casa donde yo vivía. Me brindé para cocinar y les hice un arroz con molleja de pollo que compré con unos kilos en dólares que tenía ahorrados. Lo gasté todo en ese paquete de mollejas preciosas. También le puse ají cachucha, que es el ají más rico para darle gusto a un arroz. También le puse orégano, el orégano no puede faltar.
A la hora de comer, aquellas mujeres por poco se vomitan. No pude, ni quise explicarles en qué consistía el arroz que yo había hecho. En ese arroz estaba lo más preciado que yo tenía. Uno siempre quiere darle a la visita lo más preciado.
Así que vivo agarrada de la palabra molleja, de la palabra consomé y sobre todo de la palabra abur, una palabra que mi abuela me decía todas las mañanas, junto al gesto voluntario de su mano al alzarse, que es como decir abur en el aire. Yo pienso en esas palabras y trato de usarlas lo mejor posible y también lo peor posible. Trato de sacarles la sustancia, como a un hueso. Porque cuando uno sale de un lugar y la puerta se cierra, hay que saber que es posible que sea para siempre. Hay que llevarse las palabras con uno.