en las letras de rosa está la rosa,
y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Jorge Luis Borges
Lo de Cuba no tiene nombre, suele decir el cubano angustiado ante la magnitud de los daños infligidos a su país. Sin embargo los planetas, las constelaciones, Satanás, Dios mismo, tienen nombre: ¿es posible que lo que ha sucedido y sucede en la isla les exceda, que se haya podido bautizar a la divinidad todopoderosa y a su taimado adversario, y no una realidad mucho más perceptible y abarcable que ambos? Si nombrar es resumir, y lo es, va siendo obvio que no hay vocablo suficiente para compendiar todo lo que ese "lo" terrible supone.
Nada como fijar la vista en ciertas palabras, por insignificantes que se nos figuren, para verlas crecer ante nuestros ojos: hay algo de abismal en ese "lo" cubano cuando se le escudriña. La historia más reciente de Cuba gira dentro de su "o" como los vientos más cercanos al ojo del huracán giran alrededor de aquél, atropellándose, mordiéndose los talones, dejando atrás las ráfagas más piadosas, entreverando esbirros, cárceles, paredones de fusilamiento, salas de tortura, golpizas callejeras, cadáveres flotantes, ruinas, gente empobrecida y jóvenes a quienes todo lo que esa "o" encierra les es indiferente, porque su centro de gravitación se ha desplazado al extranjero. O, peor aun, a lo extranjero (otro "lo" más conforme con la actualidad que cualquier denominación forzada).
Lo de Cuba no tiene nombre porque un inventario de los hechos a los que ese "lo" alude escapa a la posibilidad de ser exhaustivo y, por consecuencia, al hallazgo de un nombre capaz de servirle de cifra. (Las cosas innominadas son las peores. El mal es menos maligno desde que alguien supo cómo llamarlo).
"Lo" es la palabra de orden. Ninguna más rica en contenido. La nación se deshace dentro de su vocal mostrando al cubano lúcido lo que el agujero negro al astrofísico. No es de extrañar. Uno y otro fenómeno remontan al mismo origen: el colapso de una estrella.