En la bocina portátil de un mugriento y caluroso bar estatal en la Calzada Diez de Octubre, a treinta minutos en auto del centro de La Habana, truena la voz del Micha, un reguetonero con pinta de estibador del puerto.
“Vírate al revés, apretadita y en puntilla de pie”, tararea el Micha. Un par de mulatas barrigonas, con los párpados entrecerrados y un vaso plástico de cerveza dispensada de quinta categoría en sus manos, mueven acompasadamente las caderas arrimadas a un gordinflón desmesurado con una colección de cadenas resplandecientes en el cuello.
Están pasadas de tragos. Como casi todos en el hediondo bar sin ventana que parece una sauna justo al mediodía. Es un día laborable. Pero la cantina está a tope y los clientes, entre gritos y palabrotas, discuten de la Serie del Caribe y la derrota de la selección camuflada con el uniforme de Granma. O charlan de 'bisnes' por debajo de la mesa. O de mujeres. O no hablan de nada. Y como autómatas se empinan un vaso de cerveza tras otro en el precario bar habanero.
Por favor, aquí no hable de política. Esta gente pasa de eso. Responden con tópicos, como ‘esto no hay quien lo arregle, pero tampoco quien lo tumbe’. Dan por hecho que la revolución de Fidel Castro va durar cien años. Cuando menos.
“Lo mío es escapar, men”, dice Eduardo. “Plomero A de una brigada de la Empresa Aguas de La Habana”, repite con énfasis. Cuando puede, se roba llaves de paso y otras piezas que luego vende al por mayor a “un cuentapropista que tiene licencia pa’ vender artículos de plomería. La mitad del dinero, 200 o 300 pesos, lo gasto en jama pa’ la casa. El resto me lo bebo o le pago a una matadora de jugada (prostituta barata). No hay más na’, asere. Si no te ‘desestresas,’ el sistema te vuelve loco”, apunta, mientras pide una ronda de cerveza y con la mirada, un tanto lasciva, explora a las mujeres que bailan un reguetón tras otro como si fuesen muñecas de cuerda.
El término más exacto para estos grupos de cubanos que huyen de todo, de la miseria, de la falta de futuro y de las consignas revolucionarias -aunque aparentan ser apolíticos-, lo encuadró Carlos Manuel Álvarez, probablemente el mejor escritor cubano de la actualidad, con una expresión: la tribu.
Hay tribus ubicadas en el último peldaño del escalón de la pobreza. Los 'buzos' que a diario hurgan en la basura. Los dementes callejeros. Los vagbundos sin techo. Los alcohólicos incurables. Los masturbadores públicos. Las prostitutas y prostitutos nocturnos de bajo costo. O los indiferentes que siempre preguntan qué llegó a la bodega o la carnicería, pero ponen los ojos en blanco cuando se les pregunta sobre un tema político.
Esa gente desconectó el botón a tierra. Flotan. Sobreviven viendo culebrones, bailando reguetón o bebiendo alcohol. En confianza se quejan. Pero delante de una cámara de un corresponsal extranjero fingen otro discurso. Y cómo no, van a votar para no 'señalarse' y a los desfiles del Primero de Mayo porque ‘son un vacilón’.
A dos kilómetros del sucio bar estatal, donde Eduardo espera ligar una jinetera de barrio, se encuentra un bar privado, climatizado, elegante y caro llamado Melao, donde una cerveza Cristal cuesta 2.50 cuc y una caipirinha preparada con cachaza ronda los 5 cuc. En la barra, varias 'luchadoras' en voz baja alertan al cantinero que bosteza si entra alguien y flirtean con cualquier cliente que les pase por al lado.
Es una tribu que se diferencia de la otra por tener un nivel de vida y de cultura un poco más elevado que el de los pobres que beben cerveza de pipas municipales o ron barato en bares estatales. En esta tribu, te encuentras especialistas en fútbol (Florentino, si buscas un sustituto para Zidane date una vuelta por La Habana). Tipos con camisas entalladas, pantalones ajustados, cabellos con exceso de laca y zapatos de brillo con puntera fina, que te desmenuzan el sistema de juego cuatro-tres-tres y te explican que Cristiano Ronaldo ya es pura chatarra y el futuro es Mbappé o Neymar.
Comodines perfectos. Personajes con gran facilidad para que los inviten a tomar cerveza. A la caza de ‘muchachitas’ o drogas que complazcan al que paga. Son una imitación humana de Siri, el asistente del iPhone. Hablan de cualquier cosa. Menos de política.
"¿Qué te parecen las elecciones del 19 de abril? ¿Cómo catalogas al gobierno cubano? ¿Cuál es tú impresión sobre Miguel Díaz-Canel?" Esos temas los inhiben. Entonces se transforman en cínicos. "A esto hay que cogerle la vuelta, socio. Es nadar y guardar la ropa. Buscar la forma de hacer dinero y no embarrarte. Yo paso de la política. Lo mío es fiesta y pachanga", comenta Adonis, joven farandulero (conocedor de la vida nocturna habanera).
De la prensa en Miami les interesan más los bretes del Gladiador, cantante de reguetón callejero, que un análisis político y socioeconómico de la situación en Cuba. Cuando emigran no cambian de piel. Siguen tan indiferentes, apolíticos y frívolos como en la Isla. Lo suyo es el carro del año, comprar el último modelo de iPhone, ver si pueden darle la patada a la lata en la lotería miamense o ganar dinero en un casino de los Everglades.
A casi todas estas tribus urbanas les provoca alergia hablar con un disidente. Viran la cara cuando reprimen a las Damas de Blanco o a periodistas independientes. Y para desmarcarse de la oposición anticastrista, se declaran socialistas, neocomunistas, socialdemócratas, liberales, evangelistas, masones, seguidores de la santería.
Sin embargo, para los ‘compañeros de la Seguridad', previsores como siempre, no pierden el tiempo en clasificarlos. Todos son 'contrarrevolucionarios': dejaron de acatar las orientaciones de la dirección máxima del país.
Se puede entender la indiferencia en sectores amplios de la ciudadanía o que las personas utilicen el sexo, el alcohol, el fútbol y el reguetón como válvula de escape del manicomio donde llevan 59 años viviendo. Pero entre los intelectuales honestos, la evasión de la realidad solo se justifica con una palabra: miedo.