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Siete lecciones que los cubanos pueden aprender de los taiwaneses


Conferencia dictada por Carlos Alberto Montaner en el Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos de la Universidad de Miami durante el simposio titulado: "Taiwán, modelo para una futura Cuba"

En memoria de Antonio Jorge

Es un honor compartir esta mesa con un grupo de distinguidos taiwaneses y con prestigiosos académicos cubanos que son, además, buenos amigos. El tema que se me ha propuesto es fascinante: si el modelo taiwanés de desarrollo puede ser útil para los cubanos.

Comencemos por hacer un par de salvedades:

Primero, hay que tener cuidado cuando se habla de modelos de desarrollo. Tenemos la tendencia a creer que hay algo así como una fórmula matemática que, si la aplicamos, obtenemos siempre los mismos resultados. Ojalá eso fuera cierto.De serlo, resultaría relativamente sencillo convertir a Haití en Holanda.

Segundo, es conveniente aclarar que en las economías de mercado, caracterizadas por la libre toma de decisiones de millones de personas, el rasgo principal es el cambio constante, lo que hace casi imposible aplicar un modelo rígido.

En realidad, más que “modelos” lo que existen son medidas de Gobierno que, en determinadas culturas y en determinadas circunstancias, tienen éxito o fracasan. Esas medidas, utilizadas por otros pueblos, pueden o no lograr resultados parecidos.

Por otra parte, las diferencias evidentes entre Taiwán y Cuba no deben desalentarnos. Al fin y al cabo, se trata de dos islas relativamente pequeñas, situadas en encrucijadas geográficas intrincadas y peligrosas, con historias violentas, que en las últimas décadas se han movido en direcciones opuestas.

Los cubanos, en efecto, pueden aprender ciertas lecciones de la experiencia taiwanesa.

Los taiwaneses, pacíficamente, han ido conquistando parcelas mayores de prosperidad y libertades civiles hasta convertirse en uno de los mayores éxitos del planeta, aún cuando han vivido permanentemente amenazados y bloqueados por una gran potencia nuclear, China continental, que los obliga a gastar grandes cantidades de dinero en defenderse.

Los cubanos, por la otra punta, casi en ese mismo periodo --dado que la historia contemporánea de Taiwán comienza en 1949--, se han empobrecido progresivamente bajo la dirección de un Gobierno totalitario, incapaz de cambiar de rumbo, que intenta esconder el fracaso del régimen tras la coartada del embargo norteamericano y unos supuestos riesgos de agresión militar que no existen desde hace medio siglo, cuando, en 1962, Kennedy y Kruschev le pusieron fin a la Crisis de los Misiles.

¿Qué tienen, pues, que aprender los cubanos de esos otros isleños situados en las antípodas del planeta?

Creo que hay siete lecciones generales que pueden sernos muy útiles a los cubanos a la hora de tratar de avizorar nuestro futuro.

Primera lección. No hay destinos inmutables. En cuatro décadas, Taiwán logró superar la tradicional pobreza y despotismo que sufría el país desde hacía siglos hasta convertirse en una nación del primer mundo con un purchasingpowerparityo PPP per cápita de $37,900 dólares anuales. Este milagro económico se llevó a cabo en sólo dos generaciones. Millones de taiwaneses que eran jóvenes, muy pobres en 1949, medio siglo más tarde murieron disfrutando el tipo de vida de las clases medias. La pobreza o la prosperidad son electivas en nuestra época.

Segunda. La teoría de la dependencia es totalmente falsa. Las naciones ricas del planeta –el llamado centro— no les han asignado a los países de la periferia económica el papel de suministradores o abastecedores de materias primas para perpetuar la relación de vasallaje. Ningún país (salvo China continental) ha intentado perjudicar a Taiwán. Esas visión paranoica de las relaciones internacionales no se compadece con la verdad. No vivimos en un mundo de países verdugos y países víctimas.

Tercera. El desarrollo puede y debe ser para beneficio de todos, no de unos pocos. Pero el reparto equitativo de la riqueza no se decreta redistribuyendo lo creado, sino se logra agregándole valor paulatinamente a la producción. Los taiwaneses no sólo pasaron de tener una economía agrícola a una industrial, sino lo hicieron mediante la incorporación de avances tecnológicos aplicados a la industria. El obrero de una fábrica de chips gana mucho más que un campesino dedicado a cosechar azúcar, porque lo que él produce tiene un valor mucho mayor en el mercado. Esto explica que el IndiceGini de Taiwán sea 32.6, mucho mejor que toda América Latina. Sólo el 1.16% de los habitantes de ese país cae por debajo del umbral de la pobreza extrema.

Cuarta. La riqueza en Taiwán es fundamentalmente creada por la empresa privada. El Estado, que fue muy fuerte e intervencionista en el pasado, se ha ido retirando de la actividad productiva. El Estado no puede producir eficientemente porque no está orientado a satisfacer la demanda y con ello a generar beneficios, sino se suele dedicar a retribuir favores a los gerentes, que son sus propios cuadros, y a fomentar la clientela política.

Quinto. En el muy citado comienzo de Ana Karenina, Tolstoy asegura que todas las familias felices se parecen unas a otras y las desdichadas lo son de formas distintas. La observación se puede aplicar a los cuatro dragones o tigres asiáticos: Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong-Kong. Aunque los cuatro han tomado caminos parcialmente distintos hacia el grupo de la familia feliz del planeta, se parecen en estos cinco rasgos:

Han creado sistemas económicos abiertos basados en el mercado y en la existencia de la propiedad privada.

Los gobiernos mantienen la estabilidad cuidando las variables macroeconómicas básicas: inflación, gasto público, equilibrio fiscal y, en consecuencia, el valor de la moneda. Con ello, potencian el ahorro, la inversión y el crecimiento.

Han mejorado gradualmente el Estado de Derecho. Los inversionistas y los agentes económicos cuentan con reglas claras y tribunales confiables que les permiten hacer inversiones a largo plazo y desarrollar proyectos complejos.

Se han abierto a la colaboración internacional, jugando fuertemente la carta de la globalización, apostando por la producción y exportación de bienes y servicios en los que son competitivos, en lugar del nacionalismo económico que postula la sustitución de importaciones.

Han puesto el acento en la educación, en la incorporación de la mujer al sector laboral y en la planificación familiar voluntaria.

Sexto. El caso de Taiwán demuestra que un país gobernado por un partido único de mano fuerte, como era el caso del Kuomintang, puede evolucionar pacíficamente hacia la democracia y el multipartidismo sin que la pérdida del poder les traiga persecuciones o desgracias a quienes hasta ese momento lo detentaron. La esencia de la democracia es ésa: la alternabilidad y la existencia de vigorosos partidos de oposición que auditan, revisan y critican la labor del Gobierno.

Séptimo. En esencia, el caso taiwanés les prueba a los cubanos el valor superior de la libertad como atmósfera en que se desarrolla la convivencia. La libertad consiste en poder tomar decisiones individuales en todos los ámbitos de la vida: el destino personal, la economía, la existencia cívica, la familia. No hay contradicción alguna entre la libertad y el desarrollo. Mientras más libre es una sociedad más prosperidad será capaz de alcanzar, siempre que la inmensa mayoría de las personas se sometan voluntaria y responsablemente al imperio de la ley.

Los taiwaneses, de manera creciente, han ido adquiriendo el control de sus vidas mediante el ejercicio de la libertad y eso ha repercutido muy favorablemente en la calidad de la convivencia nacional.

En definitiva, ésa es la gran lección taiwanesa para los cubanos. La libertad es posible. La libertad es conveniente. La libertad no es un lujo. Algo que acaso intuyeron los mambises en el siglo XIX cuando adoptaron como grito de batalla un bello deseo: ¡Viva Cuba Libre!

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