A vuelo de pájaro, si comparamos la manera de gobernar de los Castro durante sus respectivos mandatos, podemos caer en un error de bulto al considerar que ambos autócratas son más de lo mismo. No hace falta hurgar con lupa para notar diferencias. ¿Cuáles son las similitudes? Pues que el dúo tiene en sus genes el autoritarismo. Y ven en la democracia a su mayor enemigo.
Mientras Fidel Castro actuaba como un auténtico iluminado, padrecito de la patria y bodeguero de barrio, a su hermano le gusta ejercer el poder tras bambalinas. Castro I era un alocado huracán. No se estaba quieto. Una mañana cualquiera podía movilizar todas las fuerzas productivas del país para una recogida de plátanos.
Saltándose el presupuesto nacional, ordenaba construir un centro biotecnológico, o se creía un estadista de talla mundial y diseñaba un plan para abolir la deuda externa en América Latina. Tenía vocación de guerrero. Y en diferentes conflictos civiles en África procedió como si fuese un comandante supremo. La campaña militar de Cuito Cuanavale la dirigió personalmente desde una casona ubicada en el reparto Nuevo Vedado.
Controlaba hasta el último detalle. Sabía la cantidad de asfalto que se necesitaba en la construcción de una pista aérea y el número exacto de chocolates y latas de sardinas que consumirían las tropas.
En el plano nacional gobernaba con mentalidad de bodeguero. Sacaba cuentas en su calculadora y decidía comprar los refrigeradores que él consideraba más efectivos para echar andar su Revolución Energética. De memoria cantaba el dato preciso de bombillas ahorradoras que debía importar el país. Las bondades del Cerelac. O la cantidad de hormigón requerido para construir 100 guarderías infantiles.
Fidel Castro es un autócrata. Un narcisista de toda la vida. Incluso jubilado no se puede contener. Y a ratos predice desastres atómicos o asevera haber descubierto la fórmula, con una planta llamada moringa, capaz de cubrir todas las necesidades alimentarias del ser humano.
Sus partidarios lo consideran el estadista más importante del siglo XX. Sus detractores, un loco de atar. Gobernó Cuba durante 47 años, entre augurios de guerras contra el “imperialismo yanqui” y movilizaciones populares para descalificar a los que decidían abandonar el país. Asaltaba los estudios de la televisión y daba largas peroratas sobre temas diversos. Las cifras no mienten: Fidel Castro fue un mal administrador de la nación.
Cuando a causa de una enfermedad abandonó el poder, las estadísticas económicas de Cuba se habían contraído al límite. La producción azucarera, principal rubro económico por siglos, estaba al nivel de la zafra de 1910. Las ciudades destartaladas y sin pintar. Las calles repletas de baches. Y las despensas vacías. Se mantenía en pie una salud y educación gratuitas, en estos momentos cuesta abajo y de pésima calidad.
El traspaso de gobierno del General Raúl Castro, el 31 de julio de 2006, fue un proceso sin consulta popular. A dedo, había sido designado por su hermano.
Ya desde finales de los 90, varios rubros del sector económico eran manejados por empresarios militares. En un circuito cerrado los administradores de verde olivo habían diseñado métodos de perfeccionamiento empresarial que aplicaban en sus industrias y negocios. Sin dramas, Raúl Castro sepultó cien metros bajo tierra el voluntarismo y la anarquía de su hermano. También reestructuró el aparato administrativo y cerró ministerios descabellados, como el de la Batalla de Ideas, un monumento a la ineficacia.
Cambió todos los muebles posibles. Los hombres de confianza de Fidel Castro pasaron a retiro o cayeron en desgracia. Las escuelas en el campo, cuna de embarazos indeseados y un lastre para el presupuesto nacional, fueron cerradas.
El General no ha tomado estas medidas como una antesala de reformas serias y profundas. No. Son simples curas de caballos que persiguen estimular el funcionamiento de la moribunda economía. La ampliación del trabajo por cuenta propia y la venta de casas y viejos autos rusos no son un punto de partida para implementar métodos liberales. El objetivo es tirar al cesto leyes absurdas. Raúl Castro se enfoca en la continuidad del sistema.
Para lograrlo necesita dos cosas: dólares y liberar esa carga pesada que constituye el control exagerado del Estado. En busca de eficiencia y elevación de la productividad, ha trazado un plan donde millón y medio de trabajadores perderán sus empleos. Si Castro I sonaba idealista, Castro II tiene los pies en la tierra. Y el futuro lo concibe practicando un capitalismo de amigos que le permita controlar los principales rubros económicos del país.
Raúl no apuesta por los anacrónicos tratados marxistas. Prefiere la Rusia de Putin. Y admira el crecimiento económico con métodos capitalistas del gigante chino. Sabe el General que para perpetuar la obra de Fidel es imprescindible una economía eficaz e intentar satisfacer las aspiraciones del cubano común, de poder vivir en una casa decente y alimentarse bien.
Alcanzarlo, sin perder el poder y manteniendo a raya a los opositores, es la meta. Las diferencias de uno y otro son de procedimientos. Los dos tienen mentalidad de caudillos. Castro I, era más de revolución tercermundista, multitudes, aplausos y discursos. Castro II es de hacer las cosas a la sombra, sin demasiado ruido.
El actual presidente de Cuba aspira a que la obra gestada por su hermano y continuada por él se extienda cien años. O un poco más.
Mientras Fidel Castro actuaba como un auténtico iluminado, padrecito de la patria y bodeguero de barrio, a su hermano le gusta ejercer el poder tras bambalinas. Castro I era un alocado huracán. No se estaba quieto. Una mañana cualquiera podía movilizar todas las fuerzas productivas del país para una recogida de plátanos.
Saltándose el presupuesto nacional, ordenaba construir un centro biotecnológico, o se creía un estadista de talla mundial y diseñaba un plan para abolir la deuda externa en América Latina. Tenía vocación de guerrero. Y en diferentes conflictos civiles en África procedió como si fuese un comandante supremo. La campaña militar de Cuito Cuanavale la dirigió personalmente desde una casona ubicada en el reparto Nuevo Vedado.
Controlaba hasta el último detalle. Sabía la cantidad de asfalto que se necesitaba en la construcción de una pista aérea y el número exacto de chocolates y latas de sardinas que consumirían las tropas.
En el plano nacional gobernaba con mentalidad de bodeguero. Sacaba cuentas en su calculadora y decidía comprar los refrigeradores que él consideraba más efectivos para echar andar su Revolución Energética. De memoria cantaba el dato preciso de bombillas ahorradoras que debía importar el país. Las bondades del Cerelac. O la cantidad de hormigón requerido para construir 100 guarderías infantiles.
Fidel Castro es un autócrata. Un narcisista de toda la vida. Incluso jubilado no se puede contener. Y a ratos predice desastres atómicos o asevera haber descubierto la fórmula, con una planta llamada moringa, capaz de cubrir todas las necesidades alimentarias del ser humano.
Sus partidarios lo consideran el estadista más importante del siglo XX. Sus detractores, un loco de atar. Gobernó Cuba durante 47 años, entre augurios de guerras contra el “imperialismo yanqui” y movilizaciones populares para descalificar a los que decidían abandonar el país. Asaltaba los estudios de la televisión y daba largas peroratas sobre temas diversos. Las cifras no mienten: Fidel Castro fue un mal administrador de la nación.
Cuando a causa de una enfermedad abandonó el poder, las estadísticas económicas de Cuba se habían contraído al límite. La producción azucarera, principal rubro económico por siglos, estaba al nivel de la zafra de 1910. Las ciudades destartaladas y sin pintar. Las calles repletas de baches. Y las despensas vacías. Se mantenía en pie una salud y educación gratuitas, en estos momentos cuesta abajo y de pésima calidad.
El traspaso de gobierno del General Raúl Castro, el 31 de julio de 2006, fue un proceso sin consulta popular. A dedo, había sido designado por su hermano.
Ya desde finales de los 90, varios rubros del sector económico eran manejados por empresarios militares. En un circuito cerrado los administradores de verde olivo habían diseñado métodos de perfeccionamiento empresarial que aplicaban en sus industrias y negocios. Sin dramas, Raúl Castro sepultó cien metros bajo tierra el voluntarismo y la anarquía de su hermano. También reestructuró el aparato administrativo y cerró ministerios descabellados, como el de la Batalla de Ideas, un monumento a la ineficacia.
Cambió todos los muebles posibles. Los hombres de confianza de Fidel Castro pasaron a retiro o cayeron en desgracia. Las escuelas en el campo, cuna de embarazos indeseados y un lastre para el presupuesto nacional, fueron cerradas.
El General no ha tomado estas medidas como una antesala de reformas serias y profundas. No. Son simples curas de caballos que persiguen estimular el funcionamiento de la moribunda economía. La ampliación del trabajo por cuenta propia y la venta de casas y viejos autos rusos no son un punto de partida para implementar métodos liberales. El objetivo es tirar al cesto leyes absurdas. Raúl Castro se enfoca en la continuidad del sistema.
Para lograrlo necesita dos cosas: dólares y liberar esa carga pesada que constituye el control exagerado del Estado. En busca de eficiencia y elevación de la productividad, ha trazado un plan donde millón y medio de trabajadores perderán sus empleos. Si Castro I sonaba idealista, Castro II tiene los pies en la tierra. Y el futuro lo concibe practicando un capitalismo de amigos que le permita controlar los principales rubros económicos del país.
Raúl no apuesta por los anacrónicos tratados marxistas. Prefiere la Rusia de Putin. Y admira el crecimiento económico con métodos capitalistas del gigante chino. Sabe el General que para perpetuar la obra de Fidel es imprescindible una economía eficaz e intentar satisfacer las aspiraciones del cubano común, de poder vivir en una casa decente y alimentarse bien.
Alcanzarlo, sin perder el poder y manteniendo a raya a los opositores, es la meta. Las diferencias de uno y otro son de procedimientos. Los dos tienen mentalidad de caudillos. Castro I, era más de revolución tercermundista, multitudes, aplausos y discursos. Castro II es de hacer las cosas a la sombra, sin demasiado ruido.
El actual presidente de Cuba aspira a que la obra gestada por su hermano y continuada por él se extienda cien años. O un poco más.